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2/12/19

Fabio Cardarelli


Algo ocurre cuando descubrís
un mapa oculto en el entramado de una pluma
algo se ilumina o despierta
una cicatriz un sudor un ocaso
pero si un día cualquiera
vas cruzando la ciudad y te ataca un perro
no corrás
ese animal se inquieta cuando se aproxima algún espíritu
una sombra una pena un cuerpo deshabitado
reconoce
la descomposición de la carne
la sin sabor
la que no fue amada
ese animal persevera en lo profano
calibra sus colmillos en la fe del que lo alimenta
y solo lamerá las manos de los vivos
podés ensayar un conjuro
un nombre azaroso
explicarle que pescar y desear un dios se parecen
en ambos casos
algo guardás y algo devolvés al agua
pero sin correr
la piedad se construye corriendo
y es una casa absurda
ese animal te vio
olfateó tu tristeza
en la cuerda invisible del tiempo convivió contigo
conoce
tu zona blanda
en la que clavará sus dientes.


Aseávamos el desierto
y fue el inicio de nuestro herror
no agotavamos las conbersaciones
las interrumpíamos con ligeros pretextos
mecían latiendo en la corniza
sin fin
la vuelta en el zodíaco
sin fin
menudencias de la bida
como una apostasía intermitente
premeditada
un laverinto de caídos cotidianos y
el herror
sin fin
fuimos
un herror manso y hermoso
íbamos al campo a ver las bacas con b larga
nos orrorizaba sin hache las desigualdades
íbamos de la mano a comprar uevos
soltábamos las redes de los peses
nos undíamos en el amor tremendo de la casa
reíamos viendo ienas en la televición
lo nuestro
fue así
una lus vertical sin esperansa
un herror
porque si algo
nos podía salbar decías
hera eso que habitamos como un juego de niño
aquello que
no nos dijimos.

Fabio Cardarelli, Villa María, Córdoba, Argentina.
.

17/12/18

Marcelo Dughetti



Mi madre se ha dormido
el sopor de la tarde la sorprende en su reposera
en la sala solo escucho su respiración y el vuelo de la mosca
no intento matarla porque mi madre ama los insectos
ella fue uno
yo fui otro
mi padre un gran zapato
de taco implacable
y lustrosa puntera.
cuando la vida nos volteaba
y quedábamos con las patas hacia arriba sucias de peste
sin poder movernos
mi padre actuaba
veíamos al gran zapato sobre nosotros
y volvíamos a morir
de tantas veces muertos resucitábamos
y seguíamos nuestro camino a la cueva
al silencio.


Marcelo Dughetti nació en 1970 y vive en Villa María, Córdoba, Argentina.
Principales libros de poesía: Donde cayó esta muerta(Premio Provincial para Autores Inéditos Glauce Baldovín), El monte de los árboles soguerosLos caballos de Isabel y Sioux. Del género narrativo cabe citar La bicicleta roja. Compiló para la Universidad Nacional de Villa María Voces de este río, una antología de narradores. Escribe en Me contó el Viejo Antonio, periódico de Somos Viento, biblioteca popular y espacio cultural, en San Francisco, Argentina. Se desempeña como maestro de grado en la Escuela Mariano Moreno, una primaria de Córdoba.

26/11/18

Pablo del Corro





PALABRAS SUELTAS
Antes
podía traducir canciones del inglés sin prestar mucha atención
memorizaba de una sola pasada
cualquier cosa que hubiera dentro de un libro
y conversábamos
con mi vieja
al volver del colegio
mitad en castellano, mitad en francés
Ella corregía mi fonética
yo exageraba el cordobés adquirido al escuchar
tanto tipo sabio que almorzaba
en las veredas de las fábricas de zapatos
cuando hablaban de Evita
y de Perón
y de sus aguinaldos
Ahora sólo recuerdo palabras sueltas
Nadie habla de Perón en la calle
pero
si entrás por el living
a una casa cualquiera
en alguno de esos barrios
de la foto de Evita cuelga
un pañuelo blanco y en otras
verde
Así entendí
que los pueblos cultos
preservan trascendencias
y dejan al olvido
la mediocridad
Creo que en todos estos años arriba de un andamio
al fin
me embrutecí
Pero aprendí otras cosas allá arriba
y cada vez que bajo
recuerdo y escribo
palabras sueltas que leí en tiempos de milicos:
Luche
y se van.







Pasó la angustia con un mensajito tuyo. Y pasaron las cuatro gotas locas que cayeron cuando comencé a lijar. En tanto que el poema de la cosa atragantada quedaba en apenas intención, al igual que la lluvia que no fue, yo continué arrodillado, lijando. Lijando pausadamente, con un brazo a izquierda, con el otro a derecha, en alternancia saludable. Lijando, dije. Y lijando se repetía como el tac-tac-tac de cada gota estéril. Lijando debería estar en el poema de la cosa atragantada, pero dicen los que saben que no podés dejarle gerundios al poema. ¡Gerundios no!, te dicen. ¡Repeticiones tampoco! Y yo sigo lijando, porque no me queda otra. Y esa acción no cambia, es decir, no va a cambiar por más que caigan cuatro gotas locas; y díganme si acaso la segunda gota no fue igual a la primera y la tercera también y cómo saco esa repetición del poema de la cosa atragantada. ¿Me obedecerán las segundas y terceras gotas, y volverán al cielo para evitar la repetición?
Está bien, señores que tanto saben, puedo hacer de cuenta que esas cuatro gotas locas no cayeron cuando comencé a lijar y puedo negar también que tu ausencia originó la boya en la tráquea; pero seguramente les va a molestar que, sin cambiar de nexo, aparezcan ustedes, vos y ellos, los sabihondos, en una misma voz; entonces, mientras continúo lijando, me surge una ambigüedad mayor: ¿Sabrá alguno de ustedes qué lija conviene usar? ¿Sabrán los sabihondos cómo reemplazar un gerundio después de amar, temer y partir?.
Si en lugar de "está lloviendo", elijo pobremente "llueve"; ella, ¿va a venir?.
¿Entonces?



 Pablo del Corro, Córdoba, Argentina



19/2/14

García Lorca, Miguel hernández


La lluvia Tiene un vago secreto de ternura, 
algoritmos sonolência resignada hay Amable, 
una musica humillan despierta Con Ella 
que Hace el alma vibrar dormida del paisaje. 

besar Es azul de la ONU que recibe la Tierra, 
Vuelve el mito de un primitivo que realizarse. 
El contacto es Frío de cielo y tierra viejos 
estafa Una mansedumbre de constante oscuridad. 

Es la aurora del Fruto. Los nuestros Trae las flores 
y nuestros UNGE Espiritu Santo De Los yeguas. 
's que derrama vida Sobre las sementeras 
y en el de la tristeza de alma Lo Que no se sabe. 

's terribles nostalgia de Una Vida perdida, 
el Haber NACIDO de sentimiento fatal pronto , 
o ilusión inquieta un imposible Mañana 
Con La Inquietud del Cercana carne color. 

El amor en el despierta es gris do ritmo, 
del nuestro cielo Tiene un interior triunfo de sangre, 
Pero Nuestro optimismo es convierte en tristeza 
al Contemplar Las gotas . muertas en los Cristales 

hijo las gotas Y: Ojos de infinito que Miran 
. infinito al blanco que Sirviö Madre 

de Cada gota de lluvia en el cristal turbio Tiembla 
. incluyendo la dejan divinas Heridas diamante 
Su poetas del agua que de han de Visto y que meditan 
lo la muchedumbre No sabe de los Ríos. 

¡Oh lluvia silenciosa, el pecado o Tormentas Vientos, 
lluvia y serena mansa de esquila suave, y luz 
buena lluvia y los eres pacifica que la Verdadera, 
que la llorosa y Las Cosas Sobre caes tristes! 

¡Oh lluvia franciscana que llevás un Tus Gotas 
Almas en Claras Fuentes manantiales humildes y! 
de Cuando Los Campos desciendes Lentamente Sobre 
las rosas mediados pecho Con Tus Sonidos abres. 

Primitivo que El canto dados al silencio 
y La Historia sonora que Cuentas al ramaje 
los Comenta llorando mi Corazón desierto 
un negro y profundo Pentagrama pecado clave. 

Mi alma Tiene la lluvia serena tristeza, 
tristeza resignada Cosa irrealizable, 
Tengo en el horizonte un lucero Encendido 
y El Corazón impide la colocación me corra tiene contemplarte. 

¡Oh lluvia silenciosa que Árboles aman los 
Sobre el piano de los eres y dulzura Emocionante; 
das al alma y las Mismas Nieblas Resonancias 
que pones en el alma dormida del paisaje! 



Federico García Lorca


Aceituneros
Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
decidme en el alma: ¿quién,
quién levantó los olivos?

No los levantó la nada,
ni el dinero, ni el señor,
sino la tierra callada,
el trabajo y el sudor.

Unidos al agua pura
y a los planetas unidos,
los tres dieron la hermosura
de los troncos retorcidos.

Levántate, olivo cano,
dijeron al pie del viento.
Y el olivo alzó una mano
poderosa de cimiento.

Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
decidme en el alma: ¿quién
amamantó los olivos?

Vuestra sangre, vuestra vida,
no la del explotador
que se enriqueció en la herida
generosa del sudor.

No la del terrateniente
que os sepultó en la pobreza,
que os pisoteó la frente,
que os redujo la cabeza.

Árboles que vuestro afán
consagró al centro del día
eran principio de un pan
que sólo el otro comía.

¡Cuántos siglos de aceituna,
los pies y las manos presos,
sol a sol y luna a luna,
pesan sobre vuestros huesos!

Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
pregunta mi alma: ¿de quién,
de quién son estos olivos?

Jaén, levántate brava
sobre tus piedras lunares,
no vayas a ser esclava
con todos tus olivares.

Dentro de la claridad
del aceite y sus aromas,
indican tu libertad
la libertad de tus lomas.

No quiso ser
No conoció el encuentro
del hombre y la mujer.
El amoroso vello
no pudo florecer.

Detuvo sus sentidos
negándose a saber
y descendieron diáfanos
ante el amanecer.

Vio turbio su mañana
y se quedó en su ayer.

No quiso ser.
Vientos del pueblo me llevan
Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.

Los bueyes doblan la frente,
impotentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.

No soy un de pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones,
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España.

¿Quién habló de echar un yugo
sobre el cuello de esta raza?
¿Quién ha puesto al huracán
jamás ni yugos ni trabas,
ni quién al rayo detuvo
prisionero en una jaula?

Asturianos de braveza,
vascos de piedra blindada,
valencianos de alegría
y castellanos de alma,
labrados como la tierra
y airosos como las alas;
andaluces de relámpagos,
nacidos entre guitarras
y forjados en los yunques
torrenciales de las lágrimas;
extremeños de centeno,
gallegos de lluvia y calma,
catalanes de firmeza,
aragoneses de casta,
murcianos de dinamita
frutalmente propagada,
leoneses, navarros, dueños
del hambre, el sudor y el hacha,
reyes de la minería,
señores de la labranza,
hombres que entre las raíces,
como raíces gallardas,
vais de la vida a la muerte,
vais de la nada a la nada:
yugos os quieren poner
gentes de la hierba mala,
yugos que habéis de dejar
rotos sobre sus espaldas.

Crepúsculo de los bueyes
está despuntando el alba.

Los bueyes mueren vestidos
de humildad y olor de cuadra;
las águilas, los leones
y los toros de arrogancia,
y detrás de ellos, el cielo
ni se enturbia ni se acaba.
La agonía de los bueyes
tiene pequeña la cara,
la del animal varón
toda la creación agranda.

Si me muero, que me muera
con la cabeza muy alta.
Muerto y veinte veces muerto,
la boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba.


Cantando espero a la muerte,
que hay ruiseñores que cantan
encima de los fusiles
y en medio de las batallas.



Chantal Durand

26/8/12

Oración a Pedro Bajo



Oración a Pedro Bajo

El que esta parado al medio
es Pedro Bajo
no esta esperando su fiestita jubilosa
...
y tampoco las balas que lo aniquilen

consume los días y los minutos
en blanquearle la cara a la moneda
en acabar los milenios con menos hambre
en cruzarse con dios y sombrearle los ojos con cifras

Pedro Bajo consume libros en la biblioteca de bella vista
termina y discute sobre el país
sobre lo que le falta y lo que tiene
no es un tierno niño que mira desde arriba del mapa
lo que sus compañeros ignoran

es un ciego en la tormenta
que abraza la congruencia desde abajo
ahora esta parado Pedro Bajo
y para siempre entre personas azules
que disparan al porvenir de sus ahijados

sin tener su propio encanto y no aceptar el propio baldío de su pelo
sus propios errores le canta Pedro Bajo
al cordobesito De La Sota su más terrible cordobazo

hay veces es necesario hablar de un solo hombre


(A. C.)

17/8/12

LAS CHACRAS, CÓRDOBA





Las piedras ruedan aullando calle abajo entre cerro y cerro
le temen a la lluvia
pero desafían al viento sacando pecho
a la distancia
mordiendo cortaderas
besando y atrapando en un abrazo
los arroyos que nacen con la tormenta
y mueren con la caída del sol.

Las Chacras, movimiento permanente del alma

25/5/12

Edgar Allan Poe


Berenice

Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem,
curas meas aliquantulum fore levatas.
EBN ZAIAT


La desdicha es muy variada. La desgracia cunde multiforme en la tierra. Desplegada por el ancho horizonte, como
el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste, a la vez tan distintos y tan íntimamente unidos.
¡Desplegada por el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza ha derivado un tipo de fealdad; de la alianza
y la paz, un símil del dolor? Igual que en la ética el mal es consecuencia del bien, en realidad de la alegría nace la tristeza.
O la memoria de la dicha pasada es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.
Mi nombre de pila es Egaeus; no diré mi apellido. Sin embargo, no hay en este país torres más venerables que las de mi sombría
y lúgubre mansión. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios; y en muchos sorprendentes detalles, en el carácter
de la mansión familiar, en los frescos del salón principal, en los tapices de las alcobas, en los relieves de algunos pilares
de la sala de armas, pero sobre todo en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca, y, por último, en la naturaleza
muy peculiar de los libros, hay elementos suficientes para justificar esta creencia.
Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con esta mansión y con sus libros, de los que ya no volveré a hablar.
Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es inútil decir que no había vivido antes, que el alma no conoce una existencia previa.
¿Lo negáis? No discutiremos este punto. Yo estoy convencido, pero no intento convencer. Sin embargo, hay un recuerdo
de formas etéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales y tristes, un recuerdo que no puedo marginar;
una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, vacilante; y como una sombra también por la imposibilidad
de librarme de ella mientras brille la luz de mi razón.
En esa mansión nací yo. Al despertar de repente de la larga noche de lo que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones
de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y de la erudición monásticos, no es extraño
que mirase a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi niñez entre libros y disipara mi juventud
en ensueños; pero sí es extraño que pasaran los años y el apogeo de la madurez me encontrara viviendo aun en la mansión
de mis antepasados; es asombrosa la parálisis que cayó sobre las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión completa en
el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades del mundo terrestre me afectaron como visiones, sólo como
visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños, por el contrario, se tornaron no en materia de mi existencia
cotidiana, sino realmente en mi cínica y total existencia.

Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la mansión de nuestros antepasados. Pero crecimos de modo distinto:
yo, enfermizo, envuelto en tristeza; ella, ágil, graciosa, llena de fuerza; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios
del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo, entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella,
vagando sin preocuparse de la vida, sin pensar en las sombras del camino ni en el silencioso vuelo de las horas de alas negras.
¡Berenice! -Invoco su nombre-, ¡Berenice! Y ante este sonido se conmueven mil tumultuosos recuerdos de las grises ruinas.
¡Ah, acude vívida su imagen a mí, como en sus primeros días de alegría y de dicha! ¡Oh encantadora y fantástica belleza!
¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces..., entonces todo es misterio y terror,
y una historia que no se debe contar. La enfermedad -una enfermedad mortal- cayó sobre ella como el simún, y, mientras yo
la contemplaba, el espíritu del cambio la arrasó, penetrando en su mente, en sus costumbres y en su carácter, y de la forma
más sutil y terrible llegó a alterar incluso su identidad. ¡Ay! La fuerza destructora iba y venía, y la víctima..., ¿dónde estaba?
Yo no la conocía, o, al menos, ya no la reconocía como Berenice.
Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por aquella primera y fatal, que desencadenó una revolución tan horrible
en el ser moral y físico de mi prima, hay que mencionar como la más angustiosa y obstinada una clase de epilepsia que
con frecuencia terminaba en catalepsia, estado muy parecido a la extinción de la vida, del cual, en la mayoría de los casos,
se despertaba de forma brusca y repentina. Mientras tanto, mi propia enfermedad -pues me han dicho que no debería darle otro
nombre-, mi propia enfermedad, digo, crecía con extrema rapidez, asumiendo un carácter monomaníaco de una especie nueva
y extraordinaria, que se hacía más fuerte cada hora que pasaba y, por fin, tuvo sobre mí un incomprensible ascendiente.
Esta monomanía, si así tengo que llamarla, consistía en una morbosa irritabilidad de esas propiedades de la mente que la ciencia
psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no me explique; pero temo, en realidad, que no haya forma
posible de trasmitir a la inteligencia del lector corriente una idea de esa nerviosa intensidad de interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no hablar en términos técnicos) actuaban y se concentraban en la contemplación de los objetos
más comunes del universo.
Reflexionar largas, infatigables horas con la atención fija en alguna nota trivial, en los márgenes de un libro o en su tipografía;
estar absorto durante buena parte de un día de verano en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre
la puerta; perderme toda una noche observando la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros
con el perfume de una flor; repetir monótonamente una palabra común hasta que el sonido, gracias a la continua repetición,
dejaba de suscitar en mi mente alguna idea; perder todo sentido del movimiento o de la existencia física, mediante una absoluta
y obstinada quietud del cuerpo, mucho tiempo mantenida: éstas eran algunas de las extravagancias más comunes y menos
perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, en realidad no único, pero capaz de desafiar cualquier tipo
de análisis o explicación.
Pero no se me entienda mal. La excesiva, intensa y morbosa atención, excitada así por objetos triviales en sí, no tiene que
confundirse con la tendencia a la meditación, común en todos los hombres, y a la que se entregan de forma particular las personas
de una imaginación inquieta. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, una situación grave ni la exageración de esa
tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado por un objeto
normalmente no trivial, lo pierde poco a poco de vista en un bosque de deducciones y sugerencias que surgen de él, hasta que,
al final de una ensoñación llena muchas veces de voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece
completamente y queda olvidado. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque adquiría, mediante mi visión
perturbada, una importancia refleja e irreal. Pocas deducciones, si había alguna, surgían, y esas pocas volvían pertinazmente
al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran agradables, y al final de la ensoñación, la primera causa, lejos
de perderse de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo primordial de la enfermedad. En una palabra, las facultades que más ejercía la mente en mi caso eran, como ya he dicho, las de la atención;
mientras que en el caso del soñador son las de la especulación.
Mis libros, en esa época, si no servían realmente para aumentar el trastorno, compartían en gran medida, como se verá, por
su carácter imaginativo e inconexo, las características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado
del noble italiano Coelius Secundus Curio, De amplitudine beati regni Dei [La grandeza del reino santo de Dios]; la gran obra de
San Agustín, De civitate Dei [La ciudad de Dios], y la de Tertuliano, De carne Christi [La carne de Cristo], cuya sentencia paradójica: Mortuus est Dei filius: credibile est quia ineptum est; et sepultus resurrexit: certum est quia impossibile est, ocupó durante muchas
semanas de inútil y laboriosa investigación todo mi tiempo.
Así se verá que, arrancada, de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón se parecía a ese peñasco marino del que nos habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la furia más feroz de las aguas y de los vientos, pero temblaba a simple contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador desapercibido pudiera parecer fuera de toda duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desgraciada enfermedad me habría proporcionado muchos temas para el ejercicio de esa meditación intensa y anormal, cuya naturaleza me ha costado bastante explicar, sin embargo no era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, la calamidad de Berenice me daba lástima, y, profundamente conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos mecanismos por los que había llegado a producirse una revolución tan repentina y extraña. Pero estas reflexiones no compartían la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran como las que se hubieran presentado, en circunstancias semejantes, al común de los mortales. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se recreaba en los cambios de menor importancia, pero más llamativos, producidos en la constitución física de Berenice, en la extraña y espantosa deformación de su identidad personal.
En los días más brillantes de su belleza incomparable no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, mis sentimientos nunca venían del corazón, y mis pasiones siempre venían de la mente. En los brumosos amaneceres, en las sombras entrelazadas del bosque al mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche ella había flotado ante mis ojos, y yo la había visto, no como la Berenice viva y palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, sino como su abstracción; no como algo para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como tema de la más abstrusa aunque inconexa especulación. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado mucho tiempo, y que, en un momento aciago, le hablé de matrimonio.
Y cuando, por fin, se acercaba la fecha de nuestro matrimonio, una tarde de invierno, en uno de esos días intempestivamente cálidos, tranquilos y brumosos, que constituyen la nodriza de la bella Alcíone estaba yo sentado (y creía encontrarme solo) en el gabinete interior de la biblioteca y, al levantar los ojos, vi a Berenice ante mí.
¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la incierta luz crepuscular del aposento, los vestidos grises que envolvían su figura los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. Ella no dijo una palabra, y yo por nada del mundo hubiera podido pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado cruzó mi cuerpo; me oprimió una sensación de insufrible ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma, y, reclinándome en la silla, me quedé un rato sin aliento, inmóvil, con mis ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era extrema, y ni la menor huella de su ser anterior se mostraba en una sola línea del contorno. Mi ardiente mirada cayó por fin sobre su rostro.
La frente era alta, muy pálida, y extrañamente serena; lo que en un tiempo fuera cabello negro azabache caía parcialmente sobre la frente y sombreaba las sienes hundidas con innumerables rizos de un color rubio reluciente, que contrastaban discordantes, por su matiz fantástico, con la melancolía de su rostro. Sus ojos no tenían brillo y parecían sin pupilas; y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar sus labios, finos y contraídos. Se entreabrieron; y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la desconocida Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Quiera Dios que nunca los hubiera visto o que, después de verlos, hubiera muerto!
El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo, y, al levantar la vista, descubrí que mi prima había salido del aposento. Pero de los desordenados aposentos de mi cerebro, ¡ay!, no había salido ni se podía apartar el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni una mota en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una mella en sus bordes había en los dientes de esa sonrisa fugaz que no se grabara en mi memoria. Ahora los veía con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí, y allí, y en todas partes, visibles y palpables ante mí, largos, finos y excesivamente blancos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el mismo instante en que habían empezado a crecer. Entonces llegó toda la furia de mi monomanía, y yo luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los muchos objetos del mundo externo sólo pensaba en los dientes. Los anhelaba con un deseo frenético. Todos las demás preocupaciones y los demás intereses quedaron supeditados a esa contemplación. Ellos, ellos eran los únicos que estaban presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los examiné bajo todos los aspectos. Los vi desde todas las perspectivas. Analicé sus características. Estudié sus peculiaridades. Me fijé en su conformación. Pensé en los cambios de su naturaleza. Me estremecí al atribuirles, en la imaginación, un poder sensible y consciente y, aun sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. De mademoiselle Sallé se ha dicho con razón que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía seriamente que toutes ses dents étaient des ídées. Des idées! ¡Ah, este absurdo pensamiento me destruyó! Des idées! ¡Ah, por eso los codiciaba tan desesperadamente! Sentí que sólo su posesión me podría devolver la paz, devolviéndome la razón.
Y la tarde cayó sobre mí; y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon alrededor, y yo seguía inmóvil, sentado, en aquella habitación solitaria; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible dominio, como si, con una claridad viva y horrible, flotara entre las cambiantes luces y sombras de la habitación. Al fin irrumpió en mis sueños un grito de horror y consternación; y después, tras una pausa, el ruido de voces preocupadas, mezcladas con apagados gemidos de dolor y de pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo las puertas de la biblioteca, vi en la antesala a una criada, deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había sufrido un ataque de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, ya estaba preparada la tumba para recibir a su ocupante, y terminados los preparativos del entierro.
Me encontré sentado en la biblioteca, y de nuevo solo. Parecía que había despertado de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero no tenía una idea exacta, o por los menos definida, de ese melancólico período intermedio. Sin embargo, el recuerdo de ese intervalo estaba lleno de horror, horror más horrible por ser vago, terror más terrible por ser ambiguo. Era una página espantosa en la historia de mi existencia, escrita con recuerdos siniestros, horrorosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero fue en vano; mientras tanto, como el espíritu de un sonido lejano, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. Pero, ¿qué era? Me hice la pregunta en voz alta y los susurrantes ecos de la habitación me contestaron: ¿Qué era?
En la mesa, a mi lado, brillaba una lámpara y cerca de ella había una pequeña caja. No tenía un aspecto llamativo, y yo la había visto antes, pues pertenecía al médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa y por qué me estremecí al fijarme en ella? No merecía la pena tener en cuenta estas cosas, y por fin mis ojos cayeron sobre las páginas abiertas de un libro y sobre una frase subrayada. Eran las extrañas pero sencillas palabras del poeta Ebn Zaiat: "Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas". ¿Por qué, al leerlas, se me pusieron los pelos de punta y se me heló la sangre en las venas?
Sonó un suave golpe en la puerta de la biblioteca y, pálido como habitante de una tumba, un criado entró de puntillas. Había en sus ojos un espantoso terror y me habló con una voz quebrada, ronca y muy baja. ¿Qué dijo? Oí unas frases entrecortadas. Hablaba de un grito salvaje que había turbado el silencio de la noche, y de la servidumbre reunida para averiguar de dónde procedía, y su voz recobró un tono espeluznante, claro, cuando me habló, susurrando, de una tumba profanada, de un cadáver envuelto en la mortaja y desfigurado, pero que aún respiraba, aún palpitaba, ¡aún vivía!
Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro y de sangre. No contesté nada; me tomó suavemente la mano: tenía huellas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había en la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un grito corrí hacia la mesa y agarré la caja. Pero no pude abrirla, y por mi temblor se me escapó de las manos, y se cayó al suelo, y se rompió en pedazos; y entre éstos, entrechocando, rodaron unos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos diminutos objetos blancos, de marfil, que se desparramaron por el suelo.



¿Deseas que te amen?

¿Deseas que te amen? No pierdas, pues,
el rumbo de tu corazón.
Sólo aquello que eres has de ser
y aquello que no eres, no.
Así, en el mundo, tu modo sutil,
tu gracia, tu bellísimo ser,
serán objeto de elogio sin fin
y el amor... un sencillo deber.


Versión de Andrés Ehrenhaus