31/12/18

Eda Nicola



Cada papa que pelé y corté, que herví para hacer puré, con leche manteca sal y trozos de queso para que quede cremoso, suave, sabroso, y con hilos de queso derretido como lianas espesas entre el tenedor y la boca. Cada papa. Cada una. Miles en tantos años. Las pelé, a cada una, con amor? Con suficiente amor? Había amor de mami en cada hilito de queso que se les escurría en la boca, hijitas, que se les escapaba entre la boca y el tenedor? Cuando comían sus purés primeros? Y los otros, los de crecer, los de comer rápido para llegar a tiempo a la escuela? Tenían todos la textura correcta, el correcto, atento y preciso amor? Cada puré que hice, cada papa, digo, le saqué a cada una los brotes, lo áspero, las partes blandas, podridas, hijitas, las cuide de todo mal lo suficiente, lo preciso? Pude rescatar de cada papa lastimada, comida por los bichos, maloliente, la parte buena? Pude verlo? Pude ver lo bueno, lo a salvo, en lo hundido, en lo yéndose, en lo blando y entregado? Hijitas, no me entregué, no me dejé fascinar ni encantar por la podredumbre, por el mundo deshaciéndose, transformándose? No quise ser nunca la que huye, la madre que las deja, hambrientas, en el mediodía áspero, las papas quemadas con toda el agua evaporada, el fondo negro de la olla, incomibles, la comida arruinada, hijitas, hijitas? Díganme ahora, hijitas. Digan, si está bueno el puré.

Los degustadores de la muerte son higiénicos, asépticos, cuidadosamente limpian sus uñas durante horas, y humedecen sus manos en desinfectante, luego las sacuden así, fuerte, maniáticos, frenéticos, en el aire esterilizado, donde ni un insecto, donde ni un germen. Huyen de los cadáveres, que arden de vida.


Los voraces empiezan a tejer sus redes temprano, oscuro aún el día no nacido, se guían por olores, por rumores, por el rastro de aceite en el agua. Le toman el pulso, se acercan imperceptibles a la cuna del día, con sus látigos y sus máscaras, con sus instrumentos de precisión miden el vientre espeso de la noche. Hace milenios lo hacen, extraen hasta el último juguito, hasta el último cascabel estropeado. Son voraces, nada, nadie, puede huir de sus garras. Considerate agraciado si podés negociar una tripita, una cascarita de nuez, rota.



Y la ves siempre, siempre, es una niña pequeña, tres o cuatro
años, no más. Te mira a través de las vendas sucias que cubren las cuencas vacías de sus ojos, sabés que se los arrancaron, sabés que antes lo veía todo, y que por eso está ciega, nadie puede ver tanto sin consecuencias. Así es.
Sabés todo de ella. Al mirarla ella entiende que le pedís que te hable, que te diga, no te responde pero intenta levantar apenas sus bracitos flacos y blancos y ves que tampoco tiene manos, envueltos en vendas que alguna vez han sido de color blanquecino y ahora son de un amarillo terroso, como el color del barro espeso de las lagunas del campo, te muestra sus muñones.
No estás segura de haberla visto moverse, tampoco puede
hablar, no le distinguís la boca, apenas una raya oscura, tal vez le arrancaron la lengua y le cosieron los labios, no lo sabés, pero nunca la viste hablar, aunque parece que quisiera. Pero eso no importa, ella sabe de vos, vos sabés de ella, y basta.
……………
La niña pequeña y lastimada que vive en vos, ahora duerme.
Bajo el rocío de la noche, duerme.
Ella vive siempre en la intemperie, no conseguís hacerla entrar en tu casa, nunca. Nunca entró. “De sólo pensarlo me asfixio”, parece decirte con su silencio obstinado.
Es una niña salvaje, parece tan vulnerable, así, con sus ojos
arrancados y esas vendas sucias que le cubren casi la mitad de su rostro, con sus bracitos flacos y sin manos, llenos de cortes ya cicatrizados, pero no lo es, débil, me decís, no es frágil, ya nada, nadie, podrá nunca volver a lastimarla.
En tu cabeza escuchás su voz, apenas, de tan leve, casi inaudible, de la casa dice que las paredes son tóxicas, y el techo, más aún. El aire enrarecido de adentro la enloquecería. Ella dice de vivir en una casa sin techo y sin paredes, “¿qué casa sería esa, mi niña?”
Pero ya no responde, es parca y silenciosa, parece aburrirse con las palabras, aunque no sabe o no puede pronunciarlas, vos podés oírlas en tu cabeza, si pensás en ella. Le dejás montoncitos de ropa abrigada en la tierra, donde a veces suele sentarse de noche, para ver las estrellas.
No podés acompañarla, aunque tanto quisieras, todavía. Tal vez un remoto día te atrevas a hacerlo. El río de la noche oscura te seca el aliento. Todo lo que sos, lo construiste con lo que ella te deja, pedacitos, basuritas que ella no usa, tal vez le da un poco de pena tu mirarla alucinada, por tu deseo de seguirla, de irte con ella, pero no podés moverte, atada como estás, con un peso de plomo, en tu casa caliente y tóxica.
……………
Pero un día te fuiste al fin, de tanto mirarla aprendiste de su
coraje, y ahora son una caravana de locos en la tarde tibia, la niña mutilada, que ve con su alma despedazada, ella es quien ilumina lo más oscuro, y la llevás siempre con vos, tan adentro, tanto, tantísimo, metida adentro de la piel, en las cuencas de los ojos, en las cavidades del cuerpo que late, entre tus dedos se mueve despacio, a su gusto. Ella respira con vos, y te dice cada palabra buena que te brota. Si algo bueno hay, es de ella. Todo de ella, de la niña ciega, muda y sin manos, ella. La pequeña criatura olvidada y recuperada. Y la perra, que no habla pero olfatea, es quien elige por dónde ir, y si es una ciénaga, arremangarse compañeros, a embarrarse hasta la nariz, la perra sabe cuál es, entre todos, el mejor camino, y todos la siguen aunque los haga nadar en las cloacas, o en las tumbas abiertas por los profanadores que buscan talismanes de fuego. Andan, donde sea, donde haya que ir. Es así. Los siguen, en hilera desprolija, inquieta, las criaturas que han nacido del cuerpo, sucias y embarradas, hurgándose la nariz, sacándose los piojos y devorándolos, mordiendo el pan duro y agrio que encuentran. Y arrastran con ustedes a las que ya se han muerto, aunque tuvieron que dejar los cuerpos enterrados, y enterrarse un poco con ellos, sí, no se puede irse así, sin más, de los muertos, algo les dejaron, un pedazo propio, no se sabe cuál, se queda con ellos, un pedazo de ellos, tampoco sabrán nunca qué, anda con ustedes, y no pueden quedarse, aunque tanto quisieran hacerlo, detener la caravana, hacer un pocito y ahí quedarse, pero no se puede, no, ellos mismos, los muertitos fríos, llega un día que dicen bueno, basta, ya está, váyanse, sigan, no tienen que quedarse, es hora de seguir, ya queremos
estar un poco solos. Y también andan los muchachos tristes que han querido seguirlos, y de los que los abandonaron, y ahora se arrepienten, los sigue su alma rota, una partecita, transformada en pájaros que los picotean cuando pueden. Saben quiénes son, también que son inofensivos, ahí andarán, oliendo, adivinando qué pasa, y cada tanto les regalan una pluma dorada, una gota del amor que ya nada espera en el aire helado. Y están también los que los siguen, los siguen, es una pequeña caravana, disimulada, aunque torpe, que sigue sus pasos errantes. Ellos creen que no
lo saben, que no se dan cuenta, pero ustedes saben todo, los
ojos ciegos de la niña rota todo lo ven, a través de tiempos y
espacios sin número, y saben que los siguen, que están alertas, que quieren saber qué alcanzarán a encontrar.
En “Detrás del aire”, Huesos de jibia, 2016


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